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El amor presente, en la historia de uno de los próceres de nuestra patria

Las palabras de despedida que escribió José Miguel Carrera a su esposa Mercedes Fontecilla, durante las horas previas a su fusilamiento el 04 de septiembre del año 1821.

Esa misma mañana había escrito a su esposa, una carta de despedida a la que se puede acceder en versión digitalizada, gracias a la labor del Archivo Nacional. Esta es la transcripción de la misiva:

"Sótano de Mendoza, Septiembre 4 de 1821, 9 de la mañana

Mi adorada pero muy desdichada Mercedes

Un accidente inesperado y un conjunto de desgraciadas circunstancias me han traído a esta situación triste: ten resignación para escuchar que moriré hoy a las once, si mi querida moriré con el solo pesar de dejarte abandonada con nuestros cinco tiernos hijos, en un país extraño, sin amigos, sin relaciones, sin recursos.-

Más puede la providencia que los hombres! No sé porqué causa se me aparece como un ángel tutelar el oficial D... Olazabal con la noticia que somos indultados y vamos a salir en libertad con mi buen amigo Benavente y viejito Álvarez que nos acompaña.

Solo la Patria y ley [ilegible] nos debemos

Y por ella morir, vivir por ella

¿Amáis la libertad, disfrutáis de ella? Dignos apareced de conservarla

H del R

Ídem

Los hombres son iguales no en sus [¿tumbas?]

En la virtud su diferencia estriba

Solo es una la ley en todo Estado, ningún mortal ante ella se distingue."

¿Quién es Mercedes Fontecilla?

El escritor Vicente Grez describió a María Mercedes Fontecilla Valdivieso en el capítulo VIII del libro "Las Mujeres de la Independencia", cuya transcripción compartimos a continuación:

Entre las mujeres hermosas de 1810, descollaba en primera línea Mercedes Fontecilla. Sus facciones eran delicadas y graciosas, su cutis blanco y purísimo, sus ojos y cabellos negros; sus ojos especialmente eran, la expresión de su alma, ardientes, apasionados, deslumbradores; era imposible mirarlos sin inclinarse ante ellos. A los encantos de su rostro unía la majestad de su figura. Como lo ha dicho María Graham, las mujeres de aquella época parecían reinas. El traje en boga, en que dominaba el desnudo; hombros y brazos descubiertos, aumentaba la belleza de las mujeres poniendo de relieve sus bustos.

El hombre más notable de entonces, José Miguel Carrera, se enamoró de esta mujer y la hizo su esposa. Ella, enamorada también y seducida al mismo tiempo por la brillante posición que se le ofrecía, unir su hermoso destino a ese genio del bien y del mal que debía lanzarla al través de todos los abismos y desgracias de su vida. Podría decirse que desde las gradas mismas del altar, sin despojarla aun de su blanco traje de novia, José Miguel Carrera condujo a su esposa al destierro, a los campo de batallas, y que las delicias de su luna de miel fueron los terrores y zozobras de los asaltos nocturnos y los gemidos de los moribundos.

Siguiendo a su esposo por toda la extensión de la inmensa pampa Argentina, formando parte del bagaje de su ejército, corriendo todos los peligros de tan tremenda situación, dando a luz sus hijos en medio del desierto, sufriendo el hambre y la sed, ¡ella que había nacido rodeada de todas las comodidades y halagos de la fortuna! soportaba alegre y contenta tan terribles pruebas.

Jamás las molestias de su vida errante, la pérdida de sus goces materiales, de su fortuna, de su familia, de su encumbrada posición social, turbaron el sueño de esa heroica mujer; nunca sus labios dejaron escapar un reproche ni una queja. Enferma a veces, criando dos hijos, durmiendo entre dos cunas, su alma sólo sufría ante el incierto porvenir de esos niños y el sombrío destino de su esposo. Amaba a ese hombre desgraciado, a ese espíritu fogoso, a ese genio proscrito, con toda la fuerza del primer amor. Amenazaba constantemente en su cariño por el recuerdo del doble patíbulo de Mendoza, en que perecieron Luís y Juan José Carrera, una secreta voz le decía que él mismo caería derribado a su sombra. Cuando tales ideas asaltaban a su mente, su pasión se transformaba en locura, hubiera querido estrechar eternamente entre sus brazos, aprisionándolo para siempre, a ese ser que se le escapaba, que huía en persecución de un ideal imposible.


Las exigencias de la lucha en que estaba comprometido Carrera separaron un día a los dos esposos; ella se fue a vivir en un rancho solitario mientras él seguía la serie de sus victorias y desgracias. Sólo de cuando en cuando el destino unía por una hora a los dos esposos. Entonces un rayo de sol descendía sobre la pobre habitación de Mercedes. Una noche, una de esas noches solitarias en que las pasiones profundas asumen de improviso un carácter violento e impetuoso, José Miguel Carrera vio en su pobre estancia una de esas apariciones que nos hacen soñar despierto. Era la esposa enamorada e impaciente que desafiando todo peligro iba a consolar el alma angustiada del guerrillero. ¿Cuántas veces se repitieron esas dulces sorpresas? Cuatro o cinco en el espacio de algunos años; aquellos corazones se comunicaban sólo por el pensamiento. Las cartas de José Miguel Carrera a su esposa pasan de doscientas y en ellas se refleja la pasión y vehemencia que perdió a uno de los más ilustres y al más desgraciado de los chilenos.

Se cree que aquella mujer pudo hacer variar el destino de José Miguel Carrera disuadiéndolo de sus empresas temerarias; pero en el carácter dominante de este hombre se ve que tal empresa habría fracasado. El amor obra prodigios indudablemente; pero Carrera jamás sacrificó al pie de ese altar el más insignificante de sus proyectos, la más pequeña de sus ambiciones. Ella lo comprendía demasiado y de ahí su silencio heroico; o tal vez no quiso jamás ser un inconveniente a la gloria de su esposo. Esas almas generosas son siempre así, prefieren el sacrificio completo de su vida, tranquilo, sublime, silencioso, antes que la incertidumbre de hacer cambiar un porvenir, de ser un obstáculo a la gloria del hombre amado.

En sus cartas, en sus cartas amables y encantadoras, se dibuja algunas veces una queja; como se dibuja una sonrisa en el rostro de una mujer que sufre. ¿No seríamos más felices viviendo siempre juntos, educando a nuestros hijos, lejos de esta eterna zozobra? No se atreve a más, parece que arrepentida de su falta de valor ante el cumplimiento de un deber se hubiera dicho: ¿Por qué he de ser yo un obstáculo a su gloria? Dejémoslo seguir su destino por terrible que sea.

Mientras tanto el desenlace de la tragedia se acercaba violentamente. En una de las raras visita que Mercedes hacía a su esposo fue capturada por el ejército argentino. La desgraciada había llegado al campamento chileno el día de la sorpresa de San Nicolás, la catástrofe que decidió del porvenir de Carrera. Sorprendida y aterrorizada por el conflicto de aquel día, se había refugiado en la iglesia con las mujeres del pueblo; pero el general Quintana, que se pagaba de se (¿?) ser un gentil caballero, envió un ayudante a tranquilizarla, diciéndole "que aquella no era guerra de damas". Dos días más tarde el caballeroso Dorrego restituyó su bella cautiva al General chileno, enviándole con ella un cortés saludo.

Desde esa funesta sorpresa Carrera estaba perdido y su esposa tan íntimamente ligada a él por el amor, era ya una viuda abandonada en país extraño, con cinco hijos pequeños, sin amigos y sin recursos.

Carrera desesperado, impotente, llevando en su corazón el peso inmenso de sus desgracias y en su cabeza el fuego inextinguible de su genio, se lanzó al desierto, a las tolderías indias, buscando aliados entre los salvajes de las pampas. Las tribus le proclaman Pichi-Rei. Emprende nuevas correrías; pero ya no da batallas militares; no tiene ejército; es sólo el jefe de montoneras, de hombres desmoralizados. Así, de caída en caída, aquel hombre que realizó como político y como soldado verdaderos prodigios, llegó hasta el patíbulo de sus hermanos y murió como ellos en todo el vigor de su juventud, sin haber podido realizar sus gigantescos propósitos.

Algún tiempo después una mujer regaba con sus lágrimas esa tumba. Era Mercedes. Lo más tremendo para ella era no haber podido recibir el eterno adiós de los mismos labios de su esposo. Habría querido arrancar del fondo de la tumba aquel cuerpo idolatrado para darle un último y frenético abrazo. Para tranquilizarla fue necesario separarla violentamente de ese sitio y llevarla al hogar de sus hijos.

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